Lidia

1996. Javi. Era amigo de unos amigos del instituto. Nos conocimos en un día de campo. Nos presentaron. Sus amigos y los míos nos concertaron otro encuentro una semana después. Me gustaba, así que seguí adelante. Salimos durante un par de meses. Después me dejó por mi mejor amiga. No me dijo eso. Solo que no funcionaba. No le dije nada. No pregunté nada. Solo dije que está bien, y que no pasa nada, y me marché.

Una semana después intentó quedar con mi amiga. Le dijo que no. Como siempre. Como a todos a los que gustaba, y con los que se reía, y a los que acariciaba el pelo. Todos los que a mí me gustaban y que luego dejaban de hacerlo cuando los veía babear por sus tetas bien colocadas en aquel cuerpo tan pequeño. Lidia. Estuvimos juntas desde 1º de E.G.B. hasta 2º de B.U.P. En la misma clase. Siempre juntas en pupitres contiguos. Recuerdo que en 1º Lidia siempre lloraba. Quería irse con su madre. Eso decía todos los días. Y todos los días que lloraba su madre venía a recogerla y se la llevaba. Don José nunca le reñía. Solo llamaba a su madre y Lidia se marchaba con ella. Otros también lloraron al comienzo del curso. Pero nadie se marchó a su casa. Solo Lidia. Durante todo el año.

A partir de 2º nos hicimos inseparables. Y así fue hasta los dieciséis. A pesar de todo lo que sufría a su lado. Era guapa, y simpática, y le gustaba a todos, y todos la conocían. En el colegio y después en el instituto. Siempre ganaba esos estúpidos concursos de misses que se celebraban por carnaval. Y recibía más cartas que ninguna de nosotras el día de San Valentín en el instituto. Y le gustaba siempre a aquellos que me gustaban a mí. Y los que no me gustaban también la perseguían. Todos. Siempre ella. Siempre la preferían a ella. Y me dejaban por ella. Y Javi me dejó por ella. Como tantos otros por los que yo perdía la cabeza cuando éramos adolescentes, y a los que ella se acercaba especialmente, y se reía con ellos, y les hacía cumplidos, y les acariciaba el pelo, y luego les decía que no saldría con ninguno de ellos. Ninguno de todos esos por los que yo perdía la cabeza cuando era adolescente.

Y yo la quería. Era mi mejor amiga. Desde los siete años. Nunca tuve envidia de ella, extrañamente. Solo me sentía pequeña a su lado, e insignificante, y acomplejada, y absurda, con mis absurdas ideas, y mi timidez, y mi incapacidad para relacionarme con los demás como lo hacía ella. No le tenía envidia. Era cariño, y admiración, y agradecimiento.

En verano pasaba más tiempo en su casa que en la mía. Tenía un cuarto propio, un armario con un espejo enorme, un escritorio, muchos juguetes, aire acondicionado y un ordenador, que vi por primera vez en la realidad, allí, en su casa. Yo compartía habitación con mis hermanos, y hasta la propia cama con mi hermano pequeño hasta que me fui de casa. Mi armario era minúsculo, e igualmente compartido. Y sin espejo. No teníamos escritorio. Siempre hacía los deberes en el salón. No teníamos aire acondicionado. Cada noche sacábamos los colchones de las camas y los colocábamos en el suelo del salón, frente a la terraza. Era menos sofocante que las pequeñas habitaciones con pequeñas ventanas que teníamos. Y en mi casa no hubo ordenador hasta después de que yo me hubiese marchado de allí. 2001. Y entonces me iba a su casa. Y me olvidaba de la mía, y de los problemas de mis padres, y de los gritos, y de los reproches, y de los insultos, que nos despertaban muchas noches. Demasiadas.

Y comía en su casa. Y merendaba helado. Y jugábamos inventándonos interminables historias con las muñecas. Ella tenía muchas. Y muchos vestidos. Y muchos accesorios. Y montábamos una ciudad en su cuarto. Y nos íbamos tarde a la cama. Siempre jugando. Y cuando fuimos más mayores, hablando, y probándonos ropa, y maquillándonos, y escribiendo poemas empalagosos que luego nos leíamos, y bailando frente a su enorme espejo las coreografías que nos inventábamos, y cantando. Lidia tenía una grabadora. Solíamos grabarnos al cantar. Probábamos diferentes voces, y agudos, y formas de armonizar entre las dos. Y después lo escuchábamos, y nos reíamos. Ella cantaba muy bien. Estuvimos en el coro de la iglesia varios años. Siempre le daban todos los solos.

Y después de reírnos, y de haber comido pizza, que nunca había comido en mi casa, y más helado, que tampoco había en mi casa, nos íbamos a la cama. Y seguíamos riendo y hablando más tiempo. Con el aire acondicionado puesto. Y hacía frío. Y me parecía absurdo en pleno verano. Pero me tapaba y dormía a gusto. Sin calor. Sin plantearme nada más. Sin discusiones que me despierten en mitad de la noche. Y dormía profundamente.

Hoy la he visto. Han pasado quince años. Teníamos veinte la última vez que  nos vimos. En un cumpleaños de alguien que no recuerdo. Lidia estaba allí. Y nos saludamos. Y charlamos. Y nos contamos cómo nos iba la vida. Yo acababa de independizarme. Con Angie. Alquilamos un piso pequeño en el centro. Ella conocía a Angie. No le gustaba Angie. Fue el primer año de instituto. Ya no pude separarme de ella. De Lidia sí. A los veinte ya no nos unía casi nada. Los recuerdos compartidos, supongo. Hacía tiempo que dejó de gustarme el maquillaje. Y la iglesia y su coro. Y la ropa de marca, fabricada en Asia bajo condiciones infrahumanas. Y la tecnología, que neutraliza nuestra conciencia, en el mejor de los casos. Y el etnocentrismo de nuestra cultura occidental. Y este mundo que hemos construido, que nos aleja de nosotros mismos. Y ahora estaba embarcada por completo en los documentos desclasificados de Chomsky, y en la poesía de Blake, y en el rock de los sesenta, y en los relatos de Bukowski, y en la filosofía. Estaba en tercero por entonces. Mucha filosofía para resistir al mundo real. Y Lidia me miraba. Y pensaba que estaba desequilibrada, supongo. Ya no teníamos nada de qué hablar. Nada que compartir. Un mismo mundo y realidades antagónicas.

Hoy nos hemos saludado. Y hemos charlado. Y nos hemos contado cómo nos iba la vida. La suya era tal como imaginábamos que sería desde que nos conocemos. La mía también, supongo. Se casó con un banquero, hijo de un director de banco. Una boda increíble, me dijo. Sin escatimar en lujos y ostentosidades. Me cuenta que vive en un chalet de trescientos metros. Más cochera. Más jardín. Más piscina. Más patio interior. Más buhardilla. Me cuenta los estúpidos detalles de cada una de las estancias de la casa. Me cuenta que tiene un par de hijos. Que viajan constantemente. Por trabajo y por placer. Que se dedica al asesoramiento de no sé que empresa de inversiones. Que son accionistas de no sé qué historia, de nuevo. En este punto mi mente ya había desconectado. Me enseña fotos de sus hijos. Guapos. Repeinados. Impolutos. Ni siquiera parecen niños.

Me pregunta a mí. Por mi trabajo. Por mi familia. Por cortesía, supongo. No por interés. Como yo no lo tengo por su estúpida vida artificial. Le digo que soy profesora de filosofía. Que he publicado cuatro novelas. Y dos antologías de relatos. Y numerosos artículos de crítica social y política. Y muchos trabajos sobre feminismo, y marxismo, y anarquismo, y seguidores del marxismo y del anarquismo. Y que vivo en el barrio judío de Cáceres. Con un tipo doce años más joven que yo. Y que era mi alumno en segundo de bachillerato. Y que es pintor. Y que ha expuesto su obra en varias galerías de arte con sorprendente e inesperado éxito. Y que no tenemos hijos. Y me dice que se me va a pasar el arroz. Y le digo que no hemos pensado en ello. Y me dice que él es muy joven, claro. Pero yo ya no tanto, y que eso es un problema. Le digo que no tenemos ningún problema. Y que los hijos vendrán cuando queramos y no cuando el sistema nos lo imponga. Y otra vez esa mirada. Igual que hace quince años. Pero más triste. Y resignada. Y atrapada. Ahora ya no me afecta. Ahora puedo mantenerla. Con convicción. Con seguridad. Con tranquilidad. Con paz. Con felicidad. Ella no es feliz. Y sigue pensando que estoy desequilibrada. Y ella no sabe que el desequilibrio es lo único que puede acercarnos a la felicidad. Y la embriaguez del arte, como diría Nietzsche. Y la locura salvadora de la poesía, como Holderlin. Y la magia de la creación, como Alan Moore, como Borges, como tantos. Para rescatarnos cada día del vacío. Y del constructo. Y del artificio. Y del mundo de mi amiga Lidia. Pero ella no lo sabe.

 

Patricia Terino
Patricia Terino
Soy Patricia Terino, licenciada en filosofía, profesora y escritora. En este sitio encontrarás todos mis trabajos en el ámbito de la literatura, la filosofía y la crítica social, con el fin de despertar tu interés por el análisis y la reflexión sobre la realidad.

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