Donde nunca estuve

No hay luz al final del túnel. No hay túnel. No hay nada. Quizás no esté muerta, todavía. O tal vez sí. Y de verdad no hay nada. De todo eso que dice la gente que ve cuando se va a morir. O están a punto de hacerlo. Puede que yo esté a punto de hacerlo. O que ya lo haya hecho. No siento nada. No hay dolor. Ni sonidos. Ni gente. Solo yo. El más puro solipsismo. El que estudié con Descartes cuando iba al instituto. Eso de que solo soy de verdad si existe mi mente. Y que eso es lo único de lo que no podemos dudar. Y es verdad, porque de eso sí estoy segura. De mi mente. De que estoy pensando. Y de lo que estoy pensando ahora mismo. Aunque no sienta nada. No me llega nada de ninguno de los sentidos. Como si se hubieran anulado de repente. Pero no el pensamiento. Es lo único que me queda. O lo último, antes de que también se vaya. O tal vez no se vaya nunca y esto es lo que pasa cuando morimos.

Me gustaba Descartes y todo eso del cogito ergo sum. Y lo de las ideas innatas. Y lo de la duda metódica y esa hipótesis del genio maligno, que hasta podría habernos hecho tomar por verdaderas las matemáticas sin serlo en realidad. Y lo de las pruebas para demostrar la existencia de Dios. Eso no me gustó tanto. De hecho me pareció lo más frágil y precario del hilo argumental cartesiano. Y no me convenció nada. Pensé que a lo mejor la filosofía podía conseguir lo que no había hecho la religión ni tampoco mi educación católica en todos estos años. Creer en Dios. Pero no. De hecho ocurrió al contrario. Cuanto más estudiaba la historia de la filosofía, más lejos quedaban las doctrinas religiosas de la infancia, que no comprendía, y por eso no me las creía. Y después me di cuenta de que no se podían comprender. Ni siquiera con la filosofía, porque pertenecen a otro ámbito distinto, a otro plano de la realidad para el que no estaba preparada. Sigo sin estarlo. Y después, a los diecinueve, leí a Russell y a otros pensadores de la filosofía analítica, y descubrí cómo desmontaron todos esos argumentos para demostrar la existencia de Dios que se venían haciendo desde muchos siglos atrás. Fueron especialmente duros con Anselmo de Canterbury y su argumento ontológico, porque no tenía ningún sentido desde la Lógica proposicional. O la de predicados. O la de silogismos. Desde cualquier tipo de Lógica, en realidad. Porque la conclusión ya se encuentra en las premisas. En el argumento ontológico. El que dice que “Dios es aquello mayor que lo cual nada puede pensarse”. Y porque intenta demostrar la existencia de Dios a partir de la misma idea de Dios. Como también hizo luego Descartes. La lógica. Menos mal que existe. Aunque solo sea para esto. Para otras cosas incluso estorba. Pero para deshacer dogmas milenarios está bien. Mi madre siempre me decía que no se trata de comprender, sino de creer. Y tenía razón. Es incompatible. Comprender y creer. Porque cuando comprendí, dejé de creer. No solo en Dios.

Recuerdo a Descartes, y a Russell, y la Lógica de la filosofía analítica, y a mi madre, pero no lo que ha pasado. Un accidente con el coche, tal vez. O a lo mejor me han atropellado. O ha sido un infarto, aunque a mi edad es poco probable. Y mis hábitos de vida son bastante saludables. Un infarto no ha podido ser. Quizás alguna patología desconocida. No consigo recordar. Ni siquiera los momentos previos a estar así, sola con mi mente. Porque los recuerdos que tengo me parecen muy lejanos. Puede que lleve así mucho tiempo. Aunque es como si acabase de despertar. O es mi mente la que ha despertado. Me acuerdo del cumpleaños de mi padre. Y de la tarta. Y de los regalos. Y de la gente que había. Más de lo habitual. Habíamos llamado a sus antiguos compañeros de trabajo, y a amigos que hacía tiempo que no veía y a gente del sindicato. Recuerdo todo eso. Al menos está en mi cabeza. Pero también puede ser que no ocurriera. Que hubiese sido un sueño. O una alucinación. O una visión. Aunque eso no significa que no sea real, como me enseñó el idealismo ontológico. Y el gnoseológico también. O incluso Alan Moore, de un modo más simple que toda la filosofía académica. También me acuerdo de él. De Alan Moore. Y de todo lo que decía sobre el acto de la creación. Y que era eso lo que nos asemejaba a los dioses. O nos convertía en ellos. El arte, en todas sus manifestaciones, como apoteosis, y como catarsis, y como algo divino. Me acuerdo de todo eso. Y de sus obras. Promethea era mi preferida. Todo eso de la inmateria, el ocultismo, el conocimiento ancestral. Y el antropoteísmo siempre presente. Somos nosotros los que creamos a los dioses, y están en nuestra mente, sometidos a ella y a su poder infinito. Y esto me pareció más interesante que todo lo que me habían contado de pequeña. Tuve que esperar a Feuerbach, a Marx, a Freud, a Nietzsche, a Russell. Y a la Promethea de Moore.

Tal vez ahora yo sea Promethea. O como ella. Estaría bien. Trascender hacia otros planos de la realidad. Y descubrirlo todo. Todo lo que nos perdemos en el mundo real. O al menos lo que hemos perdido. Antes no era así, supongo. Mucho antes. Cuando el mundo no era tan complejo. O sí, pero de otra manera. Distinto a como es ahora. A como somos nosotros ahora. Podíamos sentir, y percibir, y observar, y disfrutar, y adentrarnos en lo más profundo para mirar sin dolor. Pero eso fue antes. Al principio. Al comienzo de todo. De nosotros. Cuando se podía comprender y creer al mismo tiempo. Cuando no eran inconmensurables. Cuando no eran ni siquiera conceptos. El concepto estropeó muchas cosas. Cuando todo formaba parte de lo mismo. Era lo mismo. Lo de arriba y lo de abajo. Hasta Aristóteles. Cuando lo separó todo. Mundo lunar y sublunar. También me acuerdo de Aristóteles. Me gustó mucho cuando lo estudié. Más que Platón y todo eso del Mundo Inteligible, que me recordaba demasiado al Cielo, la Vida Eterna o el Reino de Dios. Porque venía a ser lo mismo pero con otros nombres. Incluso el propio dios cristiano también era el mismo que muchos otros anteriores. Otro dios solar más, nacido en el solsticio de invierno, donde la luz empieza a ganar a la oscuridad. Y de nuevo, la antigua lucha entre el bien y el mal de todas las escatologías conocidas. Solo que entonces esas historias no estaban tan contaminadas como ahora. En realidad hace mucho que lo están. Pero Aristóteles separó lo que está arriba de lo que está abajo de un modo distinto. Más científico. Dejando de lado el idealismo platónico. Pero luego Newton los volvió a unir. Mecánica celeste y terrestre. Y unas mismas leyes físicas para ambas. Porque en realidad no podían separarse. Porque todo forma parte de todo. Como al principio. Y puede que los mundos sensible e inteligible de Platón sean solo uno. El mismo. Distintos planos de la realidad. De la nuestra. Pero un solo mundo al final. O como el fenómeno y el noúmeno de Kant. Que no pueden ser el uno sin el otro. Tal vez también sean lo mismo. Diferentes estados de conciencia, de realidad, pero nuestros. Una misma y única cosa, al final.

También lo aprendí en el instituto. Todo esto de Kant. Lo que percibimos y lo que está más allá de esa percepción. Y el conocimiento como síntesis de sensibilidad y entendimiento. Y lo que intenta traspasar ese límite natural de nuestras condiciones fisiológicas y espacio-temporales, se queda fuera. Sin más. Me pareció fascinante. Aún recuerdo ese día. Esa clase de filosofía en el instituto. Y a mi profesora explicándonos con muchos ejemplos el idealismo trascendental. Parece que eso también lo recuerdo. Ideas que aprendí, que me enseñaron, que descubrí. Y que se quedaron. Tal vez sea lo único que haya. Ideas. Y recuerdos. O puede que sea verdad todo eso de que la consciencia sobrevive al cuerpo. Eternamente. La eternidad. Concepto inconcebible para nuestra mente ya habituada desde hace mucho al tiempo lineal. A que haya un comienzo y un final. Lo que haya antes o lo que venga después es excesivamente perturbador. Como ahora. Con todos los sentidos inutilizados y una consciencia infinita para crearlo todo. Todo lo que yo quiera. No me lo había planteado de ese modo. El poder de la mente. Sin cuerpo. Sin sentidos. No me hace falta nada más. Solo a mí misma. Lo que queda de mí. Lo que soy. Y lo que nunca fui. Y todo lo que quiera ser. Solo con pensarlo. Y crearlo. Sin razón. Sin la Lógica que tanto me gusta. Sin límites. Sin los límites del conocimiento de los que hablaba Kant. Y Russell. Y Hume. También me acuerdo de Hume. Se equivocaban. No hay límites. Ni ontológicos. Ni epistemológicos. Ni sensitivos. No ahora. Mientras pueda pensar. Imaginar. Y crear. Sin palabras. Sin conceptos. De otra manera. Por otra vía distinta. Esa que llega hasta el noúmeno. O lo inteligible. Porque puedo ver a mi madre. La estoy viendo ahora. Está delante de mí. Y puedo escucharla. Está cantado. Para mí. Conozco esa canción. Y huele a ella. A mi madre. Aquí. En este lugar. Y siento su mano sobre la mía.

Patricia Terino
Patricia Terino
Soy Patricia Terino, licenciada en filosofía, profesora y escritora. En este sitio encontrarás todos mis trabajos en el ámbito de la literatura, la filosofía y la crítica social, con el fin de despertar tu interés por el análisis y la reflexión sobre la realidad.

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