Para Eva,
auténtico polvo de estrellas
Está muerta. Mi madre. Polvo de estrellas. Es lo que siempre decía. Lo que somos. Lo que fuimos. Lo que seguimos siendo. Cuando todo ha pasado. Cuando ya no queda nada. Salvo nosotros. Como polvo de estrellas. Le gustaba esa expresión. Decía que era poética. Hermosa. Como el mundo. Antes de que fuera como es. Y como nosotros. Como los que somos de verdad. Salía en su primera novela. Lo del polvo de estrellas. Recuerdo cuando se publicó. La primera vez. Yo tenía diez años. La leí. No entendí nada. O solo algunas cosas. Lía Ayuso se parecía a ella. A mi madre. En algunas cosas. La filosofía. Las clases de filosofía. La literatura. La que le gusta a mi madre. Y a mí. Los problemas de sociabilidad. El mundo que la rodea. Su visión de la realidad. Había muchas cosas.
Llego al colegio. Entro en clase. Y les digo a todos que mi madre ha escrito un libro. Y que lo han publicado. Y que mi madre es escritora. A nadie le importa. A mí sí. Otra extravagancia más. Otra rareza. Lo que es mi madre para ellos. Rara. Para la gente del colegio. Para mis amigos del colegio. No es como las otras madres. No tiene sus números de teléfono. No desayuna con ellas. No va a sus fiestas. A algunas sí. Cumpleaños desproporcionados. Semejantes a celebraciones de boda. Recuerdo esas fiestas de cumpleaños. Y mis ganas de encajar. En ese lugar. Con esas amigas. Nunca lo conseguí. Por suerte. Mi madre estaba allí. Incómoda. Por mí. Siempre por mí. Y entonces yo ya no quería que me gustasen las mismas cosas que a aquellas niñas. Ya solo quería ser como mi madre. Y ya no me importaba ser rara. Me gustaba. Igual que ir a conciertos de rock. Y jugar con mi hermano pequeño a cosas de niños pequeños. Y tocar la guitarra con mi padre. Y seguir poniendo los dientes y las muelas bajo la almohada. Y abrir el regalo del ratoncito Pérez por la mañana. Y escribir relatos. Y leérselos a mi madre en voz alta. Es lo que soy. Lo que siempre fui.
Y después ya no hubo más fiestas de cumpleaños con las niñas del colegio. Ya no hubo más miradas. La mirada del otro. Mi madre siempre hablaba de la mirada del otro. La que hace daño. La que duele tanto. La que le dolió tanto durante tanto tiempo. Y después citaba de memoria párrafos enteros de El ser y la nada. La enfermedad de la memoria absoluta. Siempre bromeábamos con eso. Mi padre. Mi hermano. Yo. Lo recordaba todo. Fechas. Lugares. Situaciones. Conversaciones. Gente. Y las palabras de Sartre. Para consolarme. Para explicarme que no soy como los demás. Para enseñarme todo lo que la salvó de esa mirada. Todo lo que la rescató del artificio. Igual que a mí. Pero no fue Sartre. Ni Marx. Ni Freud. Ni los situacionistas. Ni los estructuralistas. Fue ella. Mi madre. Me lo enseñó todo. Lo que debía saber. Lo que quise aprender. Para vivir. Para sobrevivir en el mundo que hemos construido. Para resistir los envites del sistema. De este orden establecido. Para combatir la alienación. La que nos persigue. La que nos atrapa. A todos. En algún momento.
Polvo de estrellas. Una etapa espiritual. Ya no la abandonó. De repente me di cuenta de que algún día me iba a morir. Y mi madre. Y mi padre. Y mi hermano. Y mis abuelos. Y todos a los que quería. Y que ya ninguno de nosotros existiría más. Y me puse a llorar. Y angustia. Y vacío. Y entonces mi madre me habló del polvo de estrellas. Y del eterno retorno. Y del macrocosmos. Y el microcosmos. Y de su conexión. Y de Eros y Tanatos. Y del todo está en todo de Anaxágoras. Y de que la muerte forma parte de la vida. Y al revés. Y habló de nuestros ancestros. Y de los de todos. Y de su cosmovisión. Y de por qué para ellos la muerte no era algo terrible. Como lo es para nosotros. Y le pregunté por el cielo y el infierno del que hablaban mis amigas. Y me dijo que eso era cosa del Dios de mis amigas. Y que ella no creía en el Dios de mis amigas. Ni en el de los abuelos. Es el mismo. Ni en el de la mayoría de la gente. También el mismo. Aunque con distintos nombres. Y me explicó muchas cosas que no entendí bien. Ahora sí. Hace mucho que sí. Y me dijo que forma parte de nosotros llorar por aquello que perdemos. Pero nosotras no nos perderíamos. Nos reencontraríamos en algún lugar inconcebible. En algún estado diferente al que percibimos. En algún momento fuera del tiempo que entendemos. Como polvo de estrellas. Se inventó esa historia para que ya no hubiera más angustia. Ni vacío. Ni llantos. Y entonces dejé de llorar.
Nunca creyó en Dios. Ni en las religiones tradicionales. Las que todos conocen. Las que son el opio del pueblo. Las que oprimen. Las que castigan. Las que imponen. Las que controlan. Las que censuran. Las del poder. Las del miedo. Las del Libro. Las del Juicio Final. Las despreciaba. Me habló de todo eso. Y de por qué la gente cree en ellas. Me decía que todos necesitamos creer en algo. Para que tenga sentido. Tal vez no lo haya. Pero eso no importa. Lo buscamos igual. Existencia auténtica, decía. Como Heidegger. La espera de la muerte. Forma parte de nosotros. De la propia vida. Y volvemos a empezar. En un ciclo sin fin. En una fusión infinita. De todo. Entre todos. Interpretaciones de la realidad. Heidegger. Nietzsche. Heráclito. Epicuro. De las muchas que hay en la historia de la filosofía. Y de la religión. Me las explicó todas. Me quedé con la del polvo de estrellas. Y ella también. No se la creyó hasta el día en que la narró para mí. Como un cuento de hadas. Como algo mágico que cobra vida cuando se nombra. Como la creación. Como el arte. Son la misma cosa. Y ahora forma parte de la realidad que percibimos. De la realidad que creemos. Para que yo no sufriera. Para que no tuviese miedo. Para que creyera en nosotras. En todos nosotros. Para poder vivir. Y morir. Para ser polvo de estrellas. Como ella. Como yo. Como todos.