La feria del libro. El centro en Navidad. O en cualquier otra época del año. Un domingo en alguna parte de la ciudad. Un concierto. Una exposición. De lo que sea. Fotos o pinturas que pudieran gustarle. Una librería. Actividades infantiles. Y demasiadas cosas más. Todo eso lo he intentado evitar. No siempre, porque hay cosas que no me quiero perder. Aunque pueda encontrármela. O tal vez sea eso lo que quiero en realidad, y desprenderme ya de esta tesión absurda. Encontrármela. Y que parezca que no ha sido por mí. Que no lo he buscado yo. Que ha sido casual. Inevitable. Porque todo lo que podía evitar ya lo he hecho. La farmacia. El supermercado. La panadería. El parque. La propia calle. La propia vida. Todo lo que está en aquella dirección. En la suya. La de su casa. La de todo lo que le pertenece. Como yo, una vez. Y como él. Ahora ya solo quedan esos lugares prohibidos. Los que ya no quiero. Y las heridas. Esas también quedan. Pero son solo mías. Y ha ido bien. Lo de los lugares prohibidos. Hasta ahora. Hasta hoy, cuando la he visto. Y ella a mí. Y se ha acercado. Y al principio no entendí nada. Porque no he infringido ninguna de las estúpidas normas que me había impuesto a mí misma. Por miedo, supongo. Por vengüenza. Por impotencia. Pero sobre todo por miedo. A no poder soportarlo. A no saber cómo reaccionar. A no poder aprovechar esa oportunidad. La de verla y decirle tantas cosas. O tal vez no haya tanto que decir. Y miedo a no recuperarme nunca. O a que me hiciera más daño. Y por eso aquellos lugares, aquellas calles, ya no existen. Donde está ella. O donde puede estar. No he vuelto a pasar por allí. Desde aquel día. Aquellos días amargos que cada vez son más lejanos. Pero no por eso se van. No se terminan de ir.
Hoy ella no está en su calle, ni en su plaza, sino en la mía. En el lugar que no me perturba. Donde no temo encontrármela. Y sin embargo aquí está. Sin previo aviso. Sin ansiedad. Sin nervios. Sin recelo. Porque no tenía que pasar así. Ella no tenía que estar aquí. Y no me he preparado para eso. Sí lo hago cuando voy al centro a ver las luces de Navidad. Y estoy sudando aunque haga frío. Y de repente me duele el estómago. Y tengo miedo. Pero ahora no. Porque no estoy en el centro, sino debajo de mi casa. Y no hacía falta que me preparase para eso. Para un encuentro. Porque no hay nada que temer. Porque ella no tiene que estar aquí. Como si fuera un acuerdo tácito entre las dos. Como si hubiera una línea infranqueable. Una frontera imposible de traspasar. La del miedo. Y la vergüenza. Y la impotencia. Otra vez. Pero la ha pasado. La línea. O la frontera. Y yo apenas puedo reaccionar. Es como una pesadilla más. De esas que todavía me atormentan. Ella aparece y yo quiero decirle muchas cosas pero no puedo hacerlo. Y me invade el pánico. Y entonces huyo de allí. De ella. Y me despierto sofocada. Y angustiada. Y ahora me creo que también me voy a despertar. Y todo se acaba. Pero no es así. Es de verdad. Está pasando. Está delante de mí. Ella habla. Como en las pesadillas. Ella siempre habla. Yo no. Como si algo me lo impidiera. Algo físico. Como si no tuviera voz. Como si me la hubieran arrancado. Y solo pudiera escuchar lo que ella dice. Ahora es así también. Como en el sueño. En todos ellos.
Me saluda. Sigo callada. Me dice que no me vaya. Que espere un momento. Empiezo a llorar. En silencio. Solo caen las lágrimas. Dice que solo quiere pedir perdón. Por lo que pasó. Por el dolor. Por lo que ya siempre está conmigo. Yo solo quiero que se vaya. O irme yo. Huir. Otra vez. Como en las pesadillas. Y como en la vida real. Y como siempre. Imposibilitada para el conflicto. Y para las emociones. Me pregunta cómo estoy. Solo yo. Dice que no ha venido a nada más. No puedo creerla. Ya la creí una vez. Muchas veces. Y siempre fue mentira. Sigue hablando. Necesita saber que estoy recuperada. Que todo marcha bien. Que está superado. Lo que ocurrió. La traición. Los engaños. Los detalles retorcidos. Los comportamientos enfermizos. Dice que tenía que venir. Y disculparse. Para poder seguir adelante. No puedo hacerlo. Perdonarla. Y como si no fuera yo misma la que habla, se lo digo. No puedo perdonarte. Y entonces ya sé que hablo. Que puedo hacerlo. Que no es como en las pesadillas. Y lo hago. Hablarle. Como si fuera la última vez. Porque eso es lo que quiero. Que salga de mi vida para siempre. Y de mis pensamientos. Y que sea solo un recuerdo vago de algo desagradable, que con el paso del tiempo va doliendo cada vez menos. Como aquellas inyecciones de penicilina que me ponían de pequeña. Dos veces por semana durante un tiempo que me pareció eterno. Infecciones casi crónicas de garganta. Me ponía a temblar cuando mi madre me decía que íbamos al practicante. No había usado esa palabra desde la última inyección de penicilina. Cuando todavía existían los practicantes. Siempre me ponía a llorar antes de entrar en la consulta. El médico me preguntaba muchas cosas sobre el colegio, sobre mi hermano, sobre las comidas que me gustaban. Mientras me pinchaba, y la pierna entera se sumía en un dolor indescriptible antes de paralizarse. Mi madre tenía que llevarme en brazos a casa porque no podía andar durante los primeros veinte minutos tras el pinchazo. Después empezaba a sentir poco a poco la pierna de nuevo. Y entonces me iba a jugar. Y ya no me acordaba más de la penicilina hasta que mi madre me decía dos días después que nos íbamos al practicante. Y me ponía a temblar. Ahora ya no duele. Ni la inyección ni el recuerdo de aquellos días. De aquella época amarga en mi familia. Porque todo está perdonado. La humillación. El abandono. El desamparo.
Quizás esa sea la clave. El perdón. Y ella tiene razón. Y tiene sentido que esté aquí. Para que la perdone. Pero no ahora. Sin más. No en este momento, cuando queda tanto por decir. Todo lo que ya está dicho. Pero no a ella. Y entonces lo hago. Se lo digo todo. Y le grito. Y la insulto. Y le hablo del daño que me hizo. Y en lo que me convertí después de aquello. La desconfianza. La inseguridad. La frialdad. El rencor. Todo lo que me acompaña desde entonces. Y le sigo gritando. Y le digo que se marche. Y que no vuelva más. Que no me importa su perdón. Ni su arrepentimiento. Ni su preocupación por mi bienestar. Porque es falso. Como todo lo que creí de ella. Porque solo necesita mi bendición para continuar con su vida. Porque creía que se la daría. Pero eso habría sido antes. Antes de lo que pasó. Ahora soy peor persona que cuando me conoció. Y se lo debo a ella.
Le digo que voy a estar bien. Que llevo mucho tiempo trabajando en ello. Y que lo voy a conseguir. Que no puedo borrarla de mi vida porque forma parte de ella. Pero no va a condicionarla más. Que acabará siendo como el recuerdo de las inyecciones de penicilina y mi pierna paralizada por el dolor. No solo físico. Que ya no me afecta. Ya no tiemblo al recordarlo. Como tampoco lo haré cuando vaya al centro a ver las luces de Navidad. Ni me dolerá el estómago al entrar en los sitios a los que fui con ella. Empieza a llorar. Le digo que se marche. Que no la odio. Ni la aborrezco. Ni le deseo ningún mal. No he podido hacerlo. Tal vez ella no haya conseguido arrebatármelo todo. Las cosas que mi madre me enseñó. Y que he interiorizado durante toda mi vida. Y me mira sorprendida. A lo mejor porque esperaba encontrar a la niña buena, complaciente y retraída que conoció una vez. Y también dócil, y servicial, y callada, y fácil de manipular y engañar. Todo eso se fue. O puede que no del todo. Pero sí con ella. O para ella. Sí ahora. Porque no he podido perdonarla. Hoy no.