EL PATRIARCADO DEL SALARIO, Silvia Federici

El trabajo doméstico, tal como lo conocemos, naturalizado para las mujeres, es una creación muy reciente orquestada por el propio sistema capitalista, que sintiéndose amenazado por las crecientes luchas obreras del siglo XIX, institucionaliza un nuevo orden social, excluyendo a las mujeres progresivamente de las fábricas y de la industria, relegándolas al ámbito doméstico, con las consecuencias que ello ha traído consigo en cuanto a dependencia económica, opresión y perpetuación de roles y estereotipos se refiere. Esta es la tesis, sustentada ampliamente a través de los datos y los propios acontecimientos históricos registrados durante los siglos XIX y XX, que defiende y analiza en profundidad Silvia Federici en esta obra, compendio de reflexiones debatidas en algunas de sus conferencias, así como respuestas a artículos escritos por otras feministas e intelectuales.

El concepto que da título a esta obra, El patriarcado del salario, nos adelanta el tema central sobre el que gira el análisis de la autora, pues pone de manifiesto el papel que juegan las no asalariadas/os como motor del propio sistema capitalista. Y ello lo hace, en algunas ocasiones, desde el diálogo con Marx a través del análisis que este lleva a cabo de la realidad económica y social de su tiempo y, otras, desde la crítica directa hacia la ausencia de tratamiento por su parte sobre las actividades denominadas de reproducción, distinguiéndolas así de las propiamente designadas por el sistema como productivas.

Silvia Federici: "El trabajo doméstico no es un trabajo por amor, hay que  desnaturalizarlo" | secretOlivo

                                                                       Silvia Federici

Federici parte de la idea de la consonancia existente entre el marxismo y el feminismo, entendiendo que el primero proporciona una serie de herramientas, tanto teóricas como prácticas, para el movimiento feminista, especialmente el surgido en la llamada tercera ola, en los años sesenta y setenta del pasado siglo. El feminismo rescata para su análisis de las desigualdades sociales algunas de las principales concepciones de Marx sobre la historia, la naturaleza humana, la relación entre teoría y praxis, el trabajo y el propio capitalismo, para poner de manifiesto que bajo todos estos parámetros subsiste el trabajo no remunerado, al que también se aplica la plusvalía, el gran secreto del sistema capitalista, según Marx, que ha proporcionado buena parte de los beneficios que perpetúan la llamada acumulación originaria del capitalismo.

La crítica a Marx se articula desde la óptica reduccionista de este al tratar el trabajo de las mujeres exclusivamente en la gran industria, algo no del todo descabellado si tenemos en cuenta que en la época en la que Marx escribió El Capital aproximadamente un 30% de las mujeres en edad de trabajar, estaban empleadas en las fábricas[1], por lo que el autor obvia constantemente el trabajo llamado reproductivo (limpiar, cocinar, procrear, cuidar), absolutamente necesario para continuar la cadena de montaje y beneficios ideada por el sistema, pues estas mujeres no asalariadas son las productoras originarias de la fuerza de trabajo empleada por el capitalismo en su ciclo interminable de apropiación y acumulación.

El trabajo doméstico es mucho más que la limpieza de la casa. Es servir a los que ganan el salario, física, emocional y sexualmente, tenerlos listos para el trabajo día tras día. Es la crianza y cuidados de nuestros hijos –los futuros trabajadores- cuidándoles desde el día de su nacimiento y durante sus años escolares, asegurándonos de que ellos también actúen de la manera que se espera bajo el capitalismo. Esto significa que tras cada fábrica, tras cada escuela, oficina o mina se encuentra oculto el trabajo de millones de mujeres que han consumido su vida, su trabajo, produciendo la fuerza de trabajo que se emplea en esas fábricas, escuelas, oficinas o minas[2]”.

El trabajo doméstico se constituye como la base de la propia organización moderna del sistema capitalista, pues es el que produce la fuerza de trabajo de la que se nutre (se apropia) el capitalismo. De este modo, la autora habla de dos tipos de cadenas de montaje en la organización del trabajo capitalista: la que produce las mercancías y la que produce a los trabajadores, siendo esta última el centro originario de la producción de la fuerza de trabajo, situada en la casa y la familia.

Este nuevo orden social que da lugar a la familia proletaria, tiene lugar a partir de 1870 aproximadamente, cuando se produce una reforma laboral sin precedentes en Inglaterra y Estados Unidos, llegando posteriormente al resto de Europa. Hasta ese momento, la familia al completo, hombres, mujeres e incluso los niños, trabajaban en las fábricas bajo lo que Marx denominó la explotación absoluta, donde los salarios estaban reducidos a la mínima subsistencia y las jornadas de trabajo oscilaban entre las 14 y 16 horas diarias, con lo que la esperanza de vida se situaba en torno a los 40 años.

Esta situación es considerada en este caso solo bajo la óptica del trabajo y no desde la alienación de la que tanto nos habla Marx o desde la desorientación, desubicación o la pérdida de identidad que tiene lugar tras la industrialización y el avance de la tecnología, como anticipa Marcuse bajo el rótulo del hombre unidimensional, e incluso desde la progresiva deshumanización a la que nos dirige el artificio del mundo construido, como apuntó el estructuralismo, condiciones existenciales que definen al ser humano actual y que tienen su origen más próximo[3] en la instauración de un sistema económico, social e ideológico que sienta sus bases sobre los principios del capitalismo.

Pero centrándonos exclusivamente en el ámbito laboral, esta situación de explotación extrema generó una oleada de rebeliones y protestas obreras en Europa y estados Unidos, materializadas a través del cartismo, el sindicalismo, el comunismo, el socialismo o el anarquismo, entre otras[4], amenazando con desestabilizar las bases del sistema. Ante ello, se produce lo que Marx denomina subsunción real, a través de la cual el sistema se apropia de la disidencia y la institucionaliza, incorporándola al orden establecido, manteniendo así una imagen de diversidad y libertad que no responden más que a la reestructura de la sociedad a su imagen y semejanza, en palabras de la autora, sirviendo así a la acumulación, principio y guía del capitalismo[5].

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La respuesta del sistema ante la insurgencia obrera de mediados del siglo XIX fue acometer una reforma laboral que transformara tanto la fábrica como la comunidad, la familia, el hogar y la posición social de las mujeres, afianzando la ideología patriarcal al dotar de más poder al hombre, tanto en el trabajo, con la paulatina salida de las mujeres de las fábricas y el aumento del salario[6], como en casa, al constituirse el varón como el sustentador de la familia, quedando la mujer bajo su dominio por el significado que adquiere la productividad económica y salarial en términos de poder, según nos transmiten las bases del capitalismo.

Se constituye así la familia nuclear proletaria, en connivencia con el propio sindicalismo del momento, e incluso con parte del movimiento obrero, a quienes se propone la subida salarial y las mejoras en las condiciones de trabajo, poco más o menos que a cambio de enviar a casa a las mujeres en aras de la instauración de una mano de obra más estable y disciplinada que no ponga en riesgo la acumulación de capital. Esta jugada trae aparejada toda una estrategia ideológica que revaloriza a la familia y asigna el cuidado de la misma exclusivamente a la mujer, al mismo tiempo que denosta esta labor al tratarse de una actividad no remunerada, por lo que no sigue la lógica del capital y su proceso de acumulación. Será precisamente el movimiento feminista quien, al realizar una relectura del marxismo en su crítica al sistema capitalista, analice el trabajo doméstico reproductivo de las mujeres en clave determinante para el sistema, en cuanto producen de manera originaria la fuerza de trabajo empleada en las fábricas. El capitalismo se basa en el trabajo asalariado, pero más de la mitad de la población mundial no lo está, y es esta precisamente la que mantiene la cadena de producción ideada por el sistema, sentándose así las bases del sexismo y de la propia división del proletariado, pues no es necesario entrar en una fábrica para ser parte de la organización obrera, teniendo en cuenta el trabajo que cada una/o realiza como engranaje del propio sistema.

De ahí la reivindicación que la autora lleva a cabo a lo largo de la obra de la remuneración del trabajo doméstico y su pertenencia al movimiento Salario para el Trabajo Doméstico (WfH en inglés), pues la lucha por el salario representa la lucha contra el propio sistema capitalista.

La familia, tal como la conocemos en Occidente, es una creación del capital para el capital, una institución organizada para garantizar la cantidad y calidad de la fuerza de trabajo y el control de la misma (…) Glorificar la familia como “ámbito privado” es la esencia de la ideología capitalista (…)

El salario para el trabajo doméstico significa que el capital tendría que remunerar la ingente cantidad de trabajadores de los servicios sociales que a día de hoy se ahorra cargando sobre nosotras esas tareas. Más importante todavía, la demanda del salario doméstico es un claro rechazo a aceptar nuestro trabajo como un destino biológico[7].

Según el análisis realizado de los escritos de Marx, este no consideró al trabajo doméstico como parte de la organización capitalista del trabajo, pues identificaba a esta última con la industrialización a gran escala, el modo más elevado de producción a su parecer. Esta perspectiva encaja con su visión de la industrialización (y, por ende, la propia tecnología) como elemento liberador para las fuerzas productivas (la clase trabajadora). Según nos relata Marx en La ideología alemana, escrita conjuntamente con Engels, “la industria moderna constituye el modelo de trabajo por excelencia, adiestra a los trabajadores en la uniformidad, la regularidad y los principios del desarrollo tecnológico y así les permite realizar distintos tipos de trabajo de manera intercambiable, algo que el obrero parcial de la manufactura e incluso el artesano, atado a su oficio, nunca podrían conseguir[8].

Marx consideraba que la industria y la tecnología conseguirían librarnos de la explotación capitalista e iniciar el proceso hacia la sociedad comunista, pero la relación entre tecnología y capitalismo es mucho más estrecha de lo que Marx imaginó; de hecho, interpretando el propio pensamiento de Marx y el brillante análisis que este lleva a cabo de los conceptos de infraestructura y superestructura, podríamos afirmar que la tecnología se ha convertido en uno de los mecanismos de poder más efectivos con los que cuenta el sistema para perpetuarse, es decir, respondería a uno de los componentes de la superestructura como parte del proceso de conservación del orden establecido. La tecnología nunca es neutral[9], siempre lleva aparejada una determinada ideología, que responde al control y al dominio, no solo sobre la naturaleza, como se encargaron de transmitir los grandes pensadores de la Revolución científica del S.XVI, sino también sobre el ser humano. Fue así en sus inicios y en el modo en que fue instaurada, y lo es de modo más fehaciente aún en la actualidad, donde actúa como elemento disuasorio de la agitación de conciencias, por medio del entretenimiento evasivo que ofrece a través de las redes sociales, la realidad virtual y la sensación de conectividad constante que proporciona, al tiempo que permite seguir ejerciendo un absoluto control sobre la ciudadanía. Más que la religión, como afirmaba Marx, la tecnología parece haberse convertido en el nuevo opio del pueblo[10], por lo que lejos de liberarnos de la explotación capitalista y de la ideología que difunde el propio sistema (competitividad, eficacia, beneficios, acumulación, etc), nos hace soportarla incluso con agrado.

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En este punto, también se ha pronunciado el movimiento feminista, especialmente el denominado ecofeminismo, pues no es de recibo vincular la industria y la tecnología al desarrollo de la humanidad y a la productividad, teniendo en cuenta las desigualdades e injusticias sociales que siguen manteniéndose, al mismo que tiempo que dicha actividad industrial y productiva “se ha convertido en el mayor parásito para la tierra que se haya visto en la historia de la humanidad[11]. Marx era consciente de ello, según escribió en El Capital, pero podemos deducir que consideraba reversible esta situación una vez que los trabajadores tomaran los medios de producción y los orientasen a fines menos destructivos para la naturaleza, reduciendo al mismo tiempo la fuerza de trabajo, eliminando paulatinamente el trabajo denominado socialmente necesario. Nada más lejos de la realidad, pues si bien la industria y la tecnología han proporcionado numerosas comodidades a los países ricos, el reparto de las virtudes tecnológicas, al igual que en el resto de ámbitos, se ha hecho de un modo desigual, por un lado. Por otra parte, ha consumido recursos naturales y ejercido un impacto sobre el planeta nunca experimentado hasta entonces[12], en un afán por ejercer ese absurdo crecimiento infinito por el que aboga el capitalismo como base del sistema. Y, por último, no ha satisfecho, como era obvio desde un principio, las necesidades asociadas a los trabajos llamados de reproducción que ejercen en su inmensa mayoría las mujeres y que constituyen la mayor parte del trabajo de este planeta. Como afirma la autora, “no se puede mecanizar el bañar, mimar, consolar, vestir y alimentar a un niño/a, proporcionar servicios sexuales o asistir a personas enfermas o ancianas que no pueden valerse por sí solas[13].

A pesar de los intentos por parte del sistema[14] de eliminación de esta labor, lo cierto es que el trabajo doméstico, y especialmente el cuidado de los niños/as, representa la mayor parte del trabajo en este planeta. Por ello, las tesis de la autora a este respecto a lo largo de la obra, giran en torno al reconocimiento de esta tarea imprescindible en cualesquiera de las visiones del mundo o la sociedad que defendamos, y en la exigencia, por ende, de su retribución en términos salariales, al menos mientras perdure el orden imperante, pues es el único lenguaje entendido por el capitalismo en su modo reduccionista de otorgar valor a las actividades que realizamos.

La obra, y este análisis sobre la misma, cierran poniendo en valor las aportaciones hechas por Marx en cuanto al estudio que llevó a cabo del sistema capitalista y el tipo de sociedad a la que este conduce, así como todas las reflexiones que sigue generando al respecto y la cadena de influencias que se ha sucedido desde sus primeras publicaciones y actuaciones, pues haciendo honor a su famosa Tesis XI sobre Feuerbach[15], de lo que se trata es de transformar el mundo. En el ámbito de la filosofía, nos proporcionó las herramientas fundamentales para llevar a cabo un tránsito de la teoría a la praxis como nunca antes se había producido en la historia del pensamiento, devolviéndole a la filosofía el carácter crítico que nunca debió ser abandonado y empleándola como instrumento para el cambio de rumbo necesario que la situación de nuestro mundo y realidad requieren.

Precisamente estas herramientas de transformación que nos legó son las que nos permiten revisar su obra, sus concepciones y conclusiones para corregir aquellas que no tienen cabida en un mundo que mantiene su lucha por la igualdad, la libertad y la dignidad. De ahí la relevancia del análisis que lleva a cabo el feminismo sobre ello, completando algunos de los parámetros sociales expuestos por Marx y confrontando con otros que, lejos de provocar la caída del sistema, como vaticinó Marx, lo han reforzado. Por ello, las tesis feministas defendidas en esta obra abogan por principios contrarios a los sostenidos por el capitalismo, como base de la producción y de la sostenibilidad de un sistema, tales como la cooperación, la cohesión y la llamada política de los comunes[16], situándonos frente a los valores capitalistas de acumulación, beneficios, rivalidad o competitividad. Solo de este modo podremos comenzar a atisbar el cambio.

La cooperación social y la creación de conocimiento que Marx atribuye al trabajo industrial solo se pueden construir a través de actividades autoorganizadas de construcción de lo común –huertos urbanos, bancos de tiempo, código abierto- que además de producir comunidad, necesitan de ella[17].

Notas:

[1] Se trata de una cantidad relativamente elevada si tenemos en cuenta que la mayoría de las mujeres (así como de los hombres) pertenecen a la clase trabajadora y dentro de esta, dadas las duras condiciones de vida y trabajo, la población contaba con una corta esperanza de vida y un envejecimiento prematuro. Las mujeres más mayores (a partir de los 40 años), y por tanto con dificultades para desempeñar el trabajo en las fábricas, cuidaban de los hijos/as de las empleadas en ellas.

[2] Mariarosa Dalla Costa, “Community, Factory and School from the Woman´s Viewpoint”, L´Offensiva, 1972, citado por Silvia Federici en Patriarcado del salario, Traficantes de sueños, Madrid, 2018.

[3] Si nos remontamos al Renacimiento y a los cambios ideológicos que este trajo consigo en cuanto al papel del ser humano sobre el mundo, dando lugar a la Revolución científica del S.XVI y a la nueva visión de la realidad que habitamos, podemos afirmar que muchas de las bases que sustentan el mundo actual se gestaron en este período histórico, tras la asunción por parte del ser humano de la idea del dominio de este sobre la naturaleza, valiéndose para ello de la incipiente tecnología del momento. Esta acompañará inexorablemente al capitalismo tanto en sus inicios en el orden económico, como en su perpetuación en la estructura social e ideológica.

[4] Como el ludismo o las reiteradas huelgas realizadas desde los diferentes movimientos obreros, a pesar de las diferencias o matices ideológicos.

[5] Este mismo proceso de subsunción sigue estando presente en nuestros días como una de las estrategias empleadas por el sistema para defenderse ante la amenaza que supone la disidencia que puede desestabilizar el orden imperante a través de la toma de consciencia sobre el funcionamiento del mismo. Lo apreciamos en la apropiación que se hace en nuestros días de todo aquello calificado como independiente o alternativo al sistema, pues incluso el carácter revolucionario, provocador o ultracrítico de algunos movimientos o sectores de la cultura como el cine, acaban por incorporarse al mercado del consumo masivo del sistema.

6] Hasta un 40% a finales del siglo XIX.

[7] Silvia Federici y Nicole Cox, en El patriarcado del salario, Traficantes de sueños, Madrid, 2018, reproduciendo un artículo titulado “Contraatacando desde la cocina”, en respuesta a un trabajo escrito por Carol Lopate en la revista Liberation, en 1974.

[8] Marx y Engels, La ideología alemana, Akal, Madrid, 2014.

[9] Como bien defendieron muchos pensadores e intelectuales posteriores a Marx, como Adorno y Horkheimer en La Dialéctica de la Ilustración, Akal, Madrid, 2007, Jerry Mander (Cuatro buenas razones para eliminar la televisión, Gedisa, Barcelona, 2006) o Nicholas G. Carr (Superficiales: ¿Qué está haciendo internet con nuestras mentes? Taurus, Madrid, 2011), entre otros/as.

[10] K. Marx en Crítica a la Filosofía del Derecho de Hegel, Pretextos, Valencia, 2014.

[11] Silvia Federici citando a Otto Ulrich, “Technology”, The development dictionary: a guide to knowledge as power, Zed Books, 1993.

[12] A este respecto, la autora trascribe las palabras de Saral Sarkar en Eco-Socialism or Eco-Capitalism? A critical analysis of humanity´s fundamental choices, Londres, Zed Books, 1999: “Si miramos el ejemplo del ordenador, vemos que hasta esta máquina tan común es un desastre ecológico, que requiere toneladas de suelo y agua y una enorme cantidad de mano de obra humana para su producción. Multiplicado por miles de millones, debemos concluir que los ordenadores de hoy, como las ovejas de Inglaterra del siglo XVI, se están comiendo la tierra”.

[13] Silvia Federici, El patriarcado del salario, Traficantes de sueños, Madrid, 2018.

[14] Conocidos son ya los intentos de desarrollo de los llamados nursebots (robots enfermera) y de los lovebots (robots afectuosos), en un afán por producir madres mecánicas, con el coste emocional que ello traería consigo a la ya afectada sociedad actual por el desarraigo existencial que sufre a manos de la tecnología y todo lo que ello supone. Estas cuestiones pueden consultarse en Nancy Folbre, Nursebots to the rescue? Globalizations, Vol. 3, núm. 3, septiembre, 2006.

[15] En K. Marx, Tesis sobre Feuerbach, Grijalbo, Barcelona, 1974.

[16] Con ello nos referimos al movimiento ecofeminista representado en buena medida por autoras como Vandana Shiva, Maria Vies o Ariel Salleh, que reivindican el concepto comunes, en plural, frente al de comunismo, castigado este último por las referencias históricas y las nefastas consecuencias que su aplicación y gestión ha traído consigo en muchos casos. En palabras de Maria Vies y Vandana Shiva en Ecofeminismo, Icaria, Barcelona, 2016: “Los comunes se enfrentan a las amenazas que plantea el desarrollo capitalista y revaloriza los conocimientos y tecnologías propias de cada lugar (…) No hay una vinculación necesaria entre el desarrollo científico-tecnológico y el desarrollo moral-intelectual (…) Se trata de acabar con el aislamiento que ha caracterizado al trabajo doméstico en el capitalismo, no con vistas a su reorganización a escala industrial, sino con la idea de crear formas más cooperativas de llevar a cabo el trabajo de cuidados”.

[17] Silvia Federici, El patriarcado del salario, Traficantes de sueños, Madrid, 2018.

Patricia Terino
Patricia Terino
Soy Patricia Terino, licenciada en filosofía, profesora y escritora. En este sitio encontrarás todos mis trabajos en el ámbito de la literatura, la filosofía y la crítica social, con el fin de despertar tu interés por el análisis y la reflexión sobre la realidad.

1 Comment

  1. Patricia Terino dice:

    Publicado inicialmente en http://www.oxidolento.com

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