Desde la constitución de las nuevas Cortes hemos asistido a un sinfín de comentarios sobre el que parece ser uno de los hechos más sorprendentes e impactantes de este acontecimiento. Y es que es tanta la complejidad de las sociedades modernas y todas sus implicaciones, que nos hemos olvidado de lo que somos, y por eso el hecho de que un bebé acompañe a su madre a su lugar de trabajo se convierte en noticia destacada, o lo que resulta aún más insultante, en un hecho meramente anecdótico, según el enfoque general que ha recibido, trivializando así una realidad que afecta a tantas madres y familias en la actualidad.
La gran mayoría de medios, tertulianos, periodistas y actores políticos han mostrado su desaprobación ante este hecho, hablando de estrategia, de propaganda, de instrumentalización, de espectáculo incluso, con todas sus connotaciones peyorativas incluidas, pero en ningún momento se ha mencionado, ni atisbado siquiera, los beneficios que reporta para un bebé permanecer constantemente junto a su madre, perpetuando el vínculo que se creó entre ambos antes de su nacimiento y reforzándolo a través del contacto permanente, la lactancia a demanda o el colecho, entre otras prácticas habituales en lo que hoy se conoce como crianza natural o crianza con apego.
Este es el nombre con el que en los últimos tiempos hemos designado, no sin cierta redundancia, a la forma de crianza y de vida para la que nos ha programado nuestra naturaleza, igual que al resto de mamíferos, para poder diferenciarlas de otras prácticas, estas sí modernas, como gusta de autoproclamarse nuestra sociedad, dirigidas a instaurar toda una serie de crueles técnicas conductistas, popularizadas en didácticos programas de televisión, abalados por la sabiduría del doctor Estivill. Con ello se persigue, casi de manera enfermiza, la autonomía cada vez más temprana del individuo, incluso desde su nacimiento, forzando contranatura, y por ende modificando, las pautas naturales del sueño, la alimentación, el control de esfínteres e incluso el afecto y el amor.
Algunas de las voces más conocidas de las políticas progresistas y del feminismo que otros muchos y muchas parecen profesar, se han alzado contra este gesto, que independientemente de lo que pueda simbolizar o reivindicar, representa por encima de todo un acto de amor de una madre para con su hijo y en segundo lugar, una elección sobre el modo en que una familia, unos padres, una madre, decide criar a sus hijos, prescindiendo de los servicios que prestan las estupendas guarderías con las que contamos, siempre que las circunstancias lo permitan.
Se ha hablado de un gesto de retroceso para las mujeres por todo lo que hemos conseguido hasta el presente, sobrentendiendo tal vez que el hecho de que los padres y especialmente las madres deban renunciar a la lactancia, a la crianza completa y feliz de sus hijos e hijas o a su acompañamiento y aprendizaje, cada vez a edades más tempranas, durante sus primeros años de vida, supone un avance en nuestra sociedad, una auténtica liberación para la mujer, ahora que la sociedad nos proporciona la posibilidad de que nuestros hijos sean criados por otros, mientras el sistema inventa toda una suerte de sandeces en torno a la educación, como el llamado tiempo de calidad, representando una estrategia más de autojustificación y de disuasión frente a un problema que nuestra sociedad parece ningunear.
Muchos sectores del feminismo de la igualdad han dirigido sus críticas hacia el bando equivocado. La madres que abogan por permanecer con sus hijos en su lugar de trabajo siempre que sea posible, no representan una regresión a tiempos pasados ni un retroceso con respecto a los derechos legítimos conseguidos hasta el momento. Es precisamente la sociedad y el sistema que en ella hemos instaurado, la que ha abandonado a sus madres y no ha sabido comprender, gestionar ni mucho menos solucionar, la ambivalencia emocional a la que se ha obligado a someterse a las mujeres que han luchado y trabajado, no únicamente en su propia persona, sino también a través de las generaciones anteriores de abuelas y bisabuelas, entre ser reconocidas y valoradas en las actividades, motivaciones e intereses que les han sido negados por el sistema patriarcal durante milenios, y la maternidad libre y feliz de la que no todas las mujeres pueden disfrutar en la actualidad.
Es nuestra sociedad la que ha desamparado y desprotegido a las mujeres que deciden vivir la maternidad y la crianza de manera completa, obligándolas a renunciar a intereses y motivaciones que, como sus hijos, también forman parte de su vida y de su felicidad. Es nuestra sociedad la que no ha comprendido aún el valor de la maternidad, no como competencia exclusiva de la mujer, sino de todos y todas. Es nuestra sociedad la que ha primado intereses de toda índole, despreciando los recursos que habría que destinar para hacer compatible la crianza con el ámbito laboral, siendo imprescindible para ello ampliar extensivamente las bajas por maternidad, los permisos por lactancia, garantizar los puestos de trabajo tras la incorporación, proporcionar guarderías y cuidadores en los lugares de trabajo para que los bebés pueden estar cerca de sus madres y padres durante la jornada laboral, con el fin de contribuir con estos gestos a cambiar nuestra mentalidad, contaminada en exceso en este ámbito, para que dejen de escandalizarnos hechos como el que comentamos.
Estos recursos no suponen una pérdida, sino más bien una inversión, como gusta de expresarse nuestro sistema, puesto que los bebés felices de hoy, criados en contacto permanente con sus padres y especialmente con sus madres, serán las personas sanas, felices, comprometidas del futuro. Muchos de los problemas del ámbito social (fracaso escolar, delincuencia, falta de empatía, etc.) que asolan nuestro presente, tienen su origen en el desapego cada vez más temprano al que son sometidos los bebés, los niños, nuestros propios hijos, forzados a asumir una separación precoz para la que no están preparados, como no lo hemos estado nunca en nuestra especie.
No se trata de igualdad, concepto que, por otra parte, todos y todas reclamamos en los diferentes ámbitos de la sociedad, sino de comprensión y de compromiso. El único universo posible para un bebé es su madre como principal figura de apego, y ese papel no se puede delegar una vez que decidimos asumirlo. No es un retroceso, es solo escuchar un cada vez más silenciado instinto de protección, de cuidado, de crianza, que debe encontrar su encaje en el mundo que hemos construido y ser compatible con la lucha que las mujeres han mantenido, especialmente desde los dos últimos siglos, por el reconocimiento de la igualdad de derechos y oportunidades en el ámbito laboral, económico, social y cultural, entre otros. La maternidad y el derecho tanto de madres, padres e hijos a practicar la crianza de un modo natural, como nos han hecho olvidar, no es contraria a las reivindicaciones feministas, como parecen defender algunos sectores, sino más bien su aliada, propiciando, a través de los principios y valores que transmitimos a nuestros hijos e hijas, el auténtico viraje hacia la justicia, la igualdad y la solidaridad que buena parte de la sociedad reclama.
Nuestra sociedad debiera velar por que un hecho como este que nos ocupa deje de ser noticia para convertirse en la práctica habitual, deje de ser un privilegio, solo accesible a unas pocas madres y padres y se extienda a la gran mayoría de las familias, deje de ser motivo de crítica por parte incluso de los sectores más progresistas y feministas de nuestro entorno, para representar una oportunidad, una nueva (y ancestral) tendencia o práctica que pueda convertirse en la clave para instaurar un cambio de rumbo en nuestra sociedad.